Para empezar a relatar esta aventura, debo decir, que nos
vendieron un paraíso a través de imágenes que cuando tuvimos la oportunidad de
llegar, el único paraíso que existía más allá del mar, era la comida
(Ja!).
Nuestro hospedaje tuvo ese repudio que no hace falta ni describir,
ya que sólo con la mirada bastaba para hacer sentir la incomodidad y el
desagrado ante lo poco "acogedor" del sitio. Palabras sobran para
describirlo y me reservaré el nombre por múltiples razones que a lo largo de
las siguientes líneas entenderán.
Siempre había escuchado hablar de Mochima y en honor a la verdad,
creo que lo que me contaban, se quedaba corto ante tanta majestuosidad.
Lo imponente del mar y sus alrededores, es indescriptible. Por un
momento, he de confesar que no me sentía en Oriente.
Sí, así fue, a pesar de lo conocidas que son nuestras playas, para
nadie es un secreto que es uno de los sectores más abandonados del País y sin
quererlo, poco a poco esa imágen se ha ido proyectando en aquello que es
realmente un atractivo.
Estuvimos dos días navegando conociendo las playas más cercanas,
las cuales disfruté y muchìsimo. Pero no fue si no hasta la noche de uno de
esos días, donde minutos antes anhelaba que me dijeran para irme, que comprendí
lo que se esconde en Mochima.
Más allá de que todos sus habitantes son realmente privilegiados
por el paisaje que los adorna, lo cautivador está en sus calles. Entre música,
artesanía y "hippies" que buscan sobrevivir con sus talentos, es el
trato ameno de muchos que reciben cada visita con alegría y no quieren dejar de
ser visitados, lo que encanta.
Sin querer, siempre he sido de esas que no puede dejar pasar los
momentos, sin detenerme por un minuto o tal vez por un segundo, a contemplar y
pensar en lo grande aún cuando no parece verse.
Este viaje, más que un bronceado, buenas y jocosas anécdotas que
he de contar en el tiempo, me dejó la gracia de entender, que mientras me
quejaba por no tener agua caliente, por dormir en camas sin colchones
ortopédicos y tener un baño de menos de medio metro cuadrado, tenía todo y no
lo sabía.
Todo esto lo entendí cuando ví a los vecinos que vendían frutas y
verduras, dormir en un pequeño "peñero" con un niño a la intemperie y
expuestos a las peores condiciones. Cuando ví a los artesanos bajar desde la
montaña con sus artesanías a conquistar los ojos de quienes miran. Cuando ví a
los pescadores, despertar a la madrugada para cazar lo que comía. Cuando ví a
niños vender en las Playas lo que sus mamas cocinan y así sobrevivir. Cuando ví
a los habitantes de un pequeño pueblo, crecer con méritos a punta de esfuerzo y
coraje, luchando por dar a conocer el atractivo de un inexorable parque de
belleza natural que nunca parece los defraudará.
Pude recordar en breves minutos, que el tiempo es infinito y el
ser humano tan inconforme, que sobran los momentos para sentirnos avergonzados
de nuestra propia inconformidad y agradecer lo poco o mucho que tenemos.
Cuando, en el fondo, sabemos que es mucho, ya que el poder disfrutar de
semejante paisaje y respirar el aire puro entre los sonidos de un gigantesco mar, sabiendo que estamos vivos, lo es todo.
Finalmente, me dió gusto saber que el buen turismo aún existe en
Venezuela, que los que viven de ello, luchan por no abandonarlo y hacer que
siga creciendo; que seguimos conquistando corazones de otros continentes que se
quedan para hacer vida en un pueblito de menos de seis calles que cautiva y
enamora, aportando así sea su granito de arena con sus especialidades
culinarias y artesanales para hacerse parte de un sueño que no termina y enseñarnos,
que la felicidad está en los pequeños detalles de la vida.
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